En los primeros años de la vida la mayoría de las personas nos dormimos rápida y profundamente. En el inicio de la vida, el sueño está repartido a lo largo del día en varios ciclos de corta duración, y la fase REM ocupa la mayor parte de la noche ya que es esencial para el crecimiento y desarrollo cognitivo del niño.
Pronto, la vigilia y el sueño se van delimitando en dos fases claramente diferenciadas a lo largo de las 24 horas del día, aunque los niños necesitan dormir más horas por la noche y al menos en la primera infancia dormir una siesta a lo largo del día.
A lo largo de la vida adulta se van limitando las horas de sueño y se reduce significativamente la fase REM, a expensas de un aumento de las ondas lentas o sueño profundo. A medida que envejecemos podemos tener más dificultades para empezar a dormir y conseguir un sueño reparador, continuo y profundo, ya que los despertares nocturnos se vuelven más frecuentes y de mayor duración. Durante el día, aumenta la somnolencia diurna, dando como resultado pequeñas siestas involuntarias en situaciones de reposo que contribuyen a aumentar el problema de sueño nocturno. Una creencia popularmente extendida es que los ancianos tienen menor necesidad de sueño que adultos y niños, lo cual no es del todo cierto. Lo que ocurre realmente es que disminuye nuestra capacidad para mantenernos dormidos, al igual que nuestra capacidad para mantenernos despiertos. Es decir, los mecanismos que regulan la vigilia y el sueño pierden parte de su eficacia.
Por otro lado, en la tercera edad las oportunidades de quedarse dormido durante el día aumentan como resultado de la disminución de actividad física y el incremento de las actividades sedentarias, contribuyendo a una mayor alteración de los patrones sueño-vigilia. Aunque las personas mayores pasan la misma cantidad de tiempo en fase REM (fase en la que soñamos) que los jóvenes, se produce a expensas de una disminución del sueño profundo (de ondas lentas), dando como resultado despertares más frecuentes y prolongados. Con la edad, se produce asimismo un aumento de enfermedades y de los problemas físicos, que requieren tratamientos farmacológicos, que pueden interferir con el sueño agravando las dificultades para dormir. Las enfermedades crónicas de frecuente aparición en la tercera edad son en si mismas uno de los más importantes factores que pueden alterar el sueño (enfermedades dolorosas: artritis, fibromialgia, etc.; enfermedades respiratorias: asma, apnea, etc.).
No podemos dejar de matizar, tras hablar de los patrones generales de la evolución del sueño a través de ciclo vital, que las circunstancias y condiciones personales son determinantes. De modo que podemos, y no es infrecuente, encontrar personas de la tercera edad sin problemas de sueño. Para prevenir estos problemas, es muy importante tener una vida activa evitando el sedentarismo y sueño diurno, dejando exclusivamente la noche como periodo de sueño y descanso. De este modo, facilitamos un ciclo sueño-vigilia más claro y diferenciado.